
Una cerveza Saint George (o dos) en un kebele de Addis Abeba
La entrada, con un puñado de letras en amárico anunciando las excelencias de la cerveza Saint George, no invita al optimismo. La estancia, sobria y austera, bulle con la parroquia local. En un rincón, un grupo de amigos parece señalarnos con sus gestos. «¿Qué harán por aquí estos farangis?», parecen insinuar entre tímidos saludos.
En las inmediaciones, un orondo etiocubano nos cala de seguida. «¡Eh, amigos!, sentaros aquí con nosotros», brama para que la clientela sepa de su dominio idiomático.
No, no es lo que buscamos. Tras radiografiar con la mirada el resto de la sala, parece que la suerte nos abandona. Algún que otro póster de la selección nacional de fútbol, una tele encadenada (sic) salpicando de imágenes sobre una antigua guerra y unas camareras que (¡cielos!) creemos haber saludado en nuestra última incursión nocturna por Addis Abeba. Pero ni rastro de nuestros amigos de Meskel Flowers, popular barrio de Addis.
Un momento…sí, allí, al fondo, escudriñados tras esa suerte de cabina telefónica que sirve como mando de operaciones de la cajera, está nuestra gente. Mesfin, Endalnew, Tigist… Están todos. O casi, que Kazym, como musulmán que es, no frecuenta estos garitos.
Nos sentamos alrededor de la desgastada mesa tras practicar ese saludo tan etíope. Hombro derecho contra hombro izquierdo, que suelen impactar de manera más o menos contundente, dependiendo del amor fraternal que se tenga.
Como buen kebele, aquí los titubeos a la hora de elegir bebida no existen. Cerveza (en este caso Saint George, aunque también Castel) o cerveza. La popularidad de este bareto local tiene explicación. Los kebeles, que es algo así como una unidad administrativa barrial, constituye el punto de encuentro de los vecinos (especialmente varones) cuando llega el ocaso. La bebida, que apenas cuesta unos pocos birrs, está subvencionada por el Estado y, a tenor de lo que aseguran nuestros anfitriones, además de refrescar gargantas, el centro sirve para reuniones y actividades más o menos culturales.
Aclarado el primer concepto, nos interesamos por el segundo. Sin apenas tiempo para saborear la refrescante birra, la camarera, ataviada con una bata marrón de lo menos sexy, aloja sobre el tapete otro cargamento de Saint George. Los farangis se inquietan, pero los etíopes tienen respuesta para todo. «Hemos oído que se está acabando, es mejor pedir por adelantado», afirma con seguridad uno de los colegas.
Lógico (y etílico) razonamiento, pensamos… El chiringuito comienza, como si de un partido de fútbol se tratase, a llenarse hasta la bandera. Mesfin prueba suerte con la lotería y rasca el cartón sin fortuna , Tigist solicita una injera para equilibrar la abundancia de burbujas y Endalnew nos fascina con alguna de sus historias. Que si cuando fue a Lalibela conoció a un monje, que si en Gondar los castillos son Patrimonio de la Humanidad, que si en el Danakil las temperaturas sobrepasan los 40 grados, que si en el Erta Ale están trabajando unos vulcanólogos…En fin, para no aburrirse.
De repente, en la pequeña pantalla, una aparición. Haile Gebrselassie, uno de los mejores atletas de todos los tiempos, que afirma (eso nos traducen) que quiere seguir compitiendo.
«Es muy bueno eso del atletismo», dicen a nuestro lado blandiendo la enésima cerveza. Nosotros que seguimos a piés juntillas aquello de «donde fueres haz lo que vieres», seguimos el más puro patrón de una experiencia con el tej y nos adelantamos reclamando otra ronda. «¡Qué grande es esto del kebele!», comentamos entusiasmados con un recipiente en la mano…, ¿o eran dos?
Texto y fotos: RAFA MARTÍN