
Shashemene y el movimiento rastafari
La calle, anodina, bulle como cualquiera de Ethiopia a media mañana. En un bar local sirven injera y en el diminuto colmado adyacente venden de casi todo. Normal. El tráfico es intenso, como en Addis,Gondar o Awassa, pero ni una pista de nuestro objetivo. Vamos tras el rastro de rastas; o lo que es lo mismo, buscamos el movimiento rastafari. Shashemene, una ciudad sin aparente encanto que sirve como cruce de caminos para acceder al sur étnico y a las Bale Mountains (o un merecido descanso a Wondo Genet), es el epicentro de esta corriente surgida a comienzo de los años 30 en los barrios marginales de Kingston (Jamaica) y cuyo líder espiritual es Haile Selassie.
Marcus Garvey, ideólogo del movimiento, condujo el notable deseo de los descendientes de esclavos negros de volver a África y reevindicarse, con Ethiopia como particular Edén. La coronación de Haile Selassie en 1930 fue el pistoletazo de salida de una doctrina que ha logrado extenderse en buena parte del mundo. Años después, tras el final de la Segunda Guerra Mundial, El Emperador (léase la excelente novela de Ryszard Kapucinski), donó una extensa parcela de tierra en Shashemane, con la finalidad que los colonos negros regresaran a su tierra natal. Y bien que lo hicieron, aunque con un volumen menor del esperado.
En los años 50 el movimiento se intensifica y en 1966 Haile Selassie visita Jamaica. Su encuentro con ancianos rastafaris revitaliza el movimiento, un empujón que tiene su punto álgido con la creciente popularidad del reggae de Bob Marley.
La identificación con los rastafari y, en especial, con esa fusión de música folk jamaicana y tonalidades africanas, pronto irían de la mano, aunque también es cierto que los más ortodoxos siempre han rechazado la conexión rastafari con «una forma de música comercial».
Sea como fuere, hoy en día el viajero se detiene en Shashemene bien sea para cambiar de autobús o para impregnarse de ese aroma inconfundible jamaicano retro. Un buen punto de partida puede ser, por su apacibilidad y conocimiento del entorno, el Zion Train Lodge. Varias cabañas austeras, pero confortables, en un entorno salpicado de iconos etíopes, «selassianos» y con el León de Judea como estandarte.
No muy lejos, tras la pista de alguno de los más ilustres rastafaris del lugar, nos encontramos con Ras Joseph, el pastor de la iglesia del movimiento. Impregnado del olor a marihuana (se utiliza como algo sagrado, ya que piensan que esta hierba fue encontrada en el lugar de la tumba del Rey Salomón), Ras Joseph es una enciclopedia viviente. Explica el porqué de esa vestimenta tan característica y los omnipresentes colores de la bandera etíope. «El verde», dice, «representa la naturaleza, el amarillo la riqueza de la tierra y el rojo la sangre derramada por los mártires negros». Se deja uno, el negro, que simboliza el pueblo africano. Tampoco explica que el cabello de los rasta se asemeja a la melena de un león, también presente en la bandera.
Como colofón a este buceo a la cultura rastafari, finalizamos en un museo realmente singular: el Banana Art Gallery. Hailu, un simpático y minúsculo inmigrante de la isla caribeña de San Vicente, dispone aquí de un santuario de piezas elaboradas únicamente con hojas de banano. Collages, pinturas y collares para alimentar a los más curiosos.
La aventura finaliza en el Black Lion Museum, otro homenaje a la comuna, con un sinfín de objetos alusivos a una cultura, o modo de vida, que siguen apostando por la repatriación de los negros a su natal Ethiopia. La historia de un sueño que, todavía algunos, aspiran a reescribir.
Texto: RAFA MARTÍN /FOTOS:TONI ESPADAS/RAFA MARTÍN
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