
El café, la puerta de la hospitalidad etíope
Abre la puerta de su morada y, tras rebasar el marco de la puerta, la mujer nos deja con su adolescente hijo y desaparece tras una cortina anexa. Nos interrogamos en silencio y esperamos pacientemente acontecimientos. La sonriente anfitriona nos desvela el misterio minutos más tarde. El agradable aroma que desprende el incienso al quemarse y los diferentes elementos que se congregan en la estancia son suficientes. Estamos a punto de deleitarnos con otra variante de la cultura etíope: la ceremonia del café.
El café (buna en amárico) es algo más que una bebida reconstituyente. Es sinónimo de amistad, respeto y hospitalidad, pero también de leyenda. Se considera que Kafa es la región donde se originó la variedad arábiga del café y el primer lugar donde se cultivó la planta. Cuenta la tradición que fue un joven pastor llamado Kaldi, entre los siglos III y X (dependiendo quien lo cuente), el que descubrió el poder estimulante del café silvestre. Al observar cómo sus cabras se tornaban hiperactivas con su ingesta, el ganadero también quiso probar unas cuantas hojas y bayas, con resultados similares. Fue corriendo al monasterio más cercano con la buena nueva. En un primer momento, los monjes no compartieron su entusiasmo y lanzaron bayas y hojas al fuego. El poder de las llamas al quemar la planta regó la estancia de un aroma atractivo, que hizo desdecirse a los indecisos religiosos. Desde entonces, dicen, los monjes decidieron utilizar los granos tostados durante las oraciones nocturnas. Pronto se convirtió en una práctica aceptada por la Ethiopia cristina. Más tarde, se descubrió que, al molerlo, los granos se convertían en un polvo que se transformaba en una bebida caliente, rica y estimulante. La ruta de las especias del océano índico mercantilizó el producto y llegó, al paso de los siglos, a nuestros hogares….
Pero regresemos al café que estaban a punto de prepararnos. El ritual, que puede vivirse a modo de hospitalidad desde Addis a Gambela, pasando por Lalibela o Jinka, se oficia habitualmente por mujeres. Tras la ya mencionada quema de incienso para barnizar de solemnidad el encuentro, se lava en una tina el grano sin tostar, con la finalidad de eliminar impurezas. La anfitriona se aposenta en un taburete frente a un pequeño brasero de carbón sobre el que se coloca un plato plano en el que, con paciencia, va removiendo los granos. Una vez a punto, va paseando el mismo frente a nosotros para que demos el visto bueno al embriagador aroma. Con el punto de cocción exacto se procede al enfriamiento y a moler el café a mano, en un pequeño recipiente, como si fuera un mortero alto y estrecho
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Con una vara larga y pesada se inicia una operación que sólo la gran experiencia puede convertirla en exitosa. El producto resultante se vierte en una jarra de cuello estrecho y base ancha, añadiéndole agua. Se coloca en el mismo fogón hasta hervir. En este punto se enfría, y siempre dependiendo de la familia, se añaden especias como el cardamomo, la canela o en jengibre. La maestra de ceremonias sirve el café en las tazas sin asas y recuerda, siempre sin perder la sonrisa, que estamos obligados a tomar tres tazas. La primera es conocida como ¨abol¨; es la más fuerte y donde apreciaremos el verdadero sabor etíope. La segunda, ¨zani¨ o ¨tona¨, es más suave. La tercera,¨berekka¨, es la de la bendición. Nos explica nuestro intérprete que la primera taza la bebemos por salud, la segunda por el amor y la tercera por el dinero.
La velada no podía ser más seductora. Somos partícipes de otras historias fascinantes, como la orden jerárquica a la hora de repartir el café o que,tras olfatear el humo, debe pronunciarse algo así como ¨betam turu no¨; o lo que es lo mismo, ¨¡delicioso! ¡que todo salga bien en este hogar!¨. No creemos que sea nada complicado en Ethiopia. Su suerte es que aman el café, la puerta de la hospitalidad.
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