
Erta Ale, el volcán que respira
Gruesas gotas de sudor zigzaguean por todo el cuerpo. La latitud del lugar (al noreste de Ethiopia, en uno de los parajes más calurosos del planeta) y el esfuerzo continuado, con una mochila de grandes dimensiones a la espalda, parecen repartirse la responsabilidad. No importa. La oscuridad parcial, resquebrajada sólo por el efecto de nuestros frontales y de un firmamento estrelladísimo, constituyen suficiente recompensa. O no. Montaña arriba, cuando el sulfuroso ambiente impregne nuestros pulmones y una luz mágica anaranjada reclame nuestra presencia, entonces sí podremos deleitarnos con un gran obsequio para los sentidos: el Erta Ale en su estado más puro. El volcán que respira.
Alcanzar esta naturaleza violenta y embriagadora no ha sido tarea sencilla. La expedición formada por Bernat, Toni, Rafa y Ermias, todos ellos miembros y colaboradores activos de Endoethiopia, acompañados por Alí y otro guía de la etnia afar, parte una jornada antes desde Asayta, un villorrio en el camino que lleva de Ethiopia a Djibuti.El polvorient
o emplazamiento es el campo de acción de Amigos de Silva, una ONG de obligada visita y ejemplo de compromiso. La burocracia, los mimos mecánicos a nuestro resistente Toyota y un paisaje árido viajarán con nosotros hasta la mismísima falda del volcán. Si, como aseguran los paleontólogos, en tan desapacible territorio se originó la Humanidad, podemos comprender el carácter fiero de sus habitantes, los afar. Guerreros hechos a sí mismos.
Aprovechar al máximo las horas de luz y atravesar parte de tan desolado paisaje tiene premio. Con la llegada del crepúsculo, la ascensión al Erta Ale (613 metros sobre el nivel del mar) resulta más llevadera y, considerando que se trata de un mayúsculo reto físico, la opción no resulta nada despreciable. Como si de una excursión pirenaica se tratase, el grupo ultima los preparativos. Frontales, saco de dormir, agua en abundancia y provisiones. El horizonte, tras acostrumbrar la vista a las tinieblas, parece extraído de Viaje al centro de la Tierra, la novela de Jules Verne. Un panorama lunar que crepita tras nuestra pisadas. El manto oscuro nos tapa, la respiración se hace más acompasada y las bromas iniciales dejan paso a nuestros pensamientos cautivos. Los sueños del niño que aspiraba a ser explorador.
Tres horas más tarde y media cantimplora menos…el espectáculo en mayúsculas. Un aura, una luz de la nada, un color divino nos invita a entrar. Acongojados ante el tamaño de la atracción natural, apenas abrimos la boca. La caldera, el volcán que respira, nos da la bienvenida con sus emisiones de gas, su lago de lava jugueteando con las olas y la sensación de vivir en directo un reportaje de National Geographic. La emoción altera los biorritmos, las lágrimas campan a sus anchas y la máquinas retratan a diestro y siniestro. Todavía tendremos tiempo de ver la otra cara de la moneda al día siguiente. Cuando la lava se solidifica y el gigante parece más pausado que nunca.
Pero esa noche, esa inolvidable noche, abrazados a nuestro saco, a escasos metros del cráter, dejaremos que ese fulgor nos acurruque y seremos cómplices del volcán que respira.
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